Todos los paisajes y mil historias para imaginar a través de la ruta 226 (2023)

La red vial de la Argentina se despliega a la manera de largos tentáculos que salen disparados del kilómetro cero de la Capital. Una vez que se desata el ovillo anudado en el Área Metropolitana, cada ruta parece desbocarse, para tomar su propio rumbo y apuntar a lejanos horizontes, en busca de alguno de los múltiples paisajes que abarcan las fronteras del país.

Pero no todos los caminos de largo aliento arrancan de la esquina del Congreso Nacional. Tal vez para preservarse de ese primer tramo poblado de sonidos estridentes y ánimos encendidos, la traza diagonal de la ruta 226 toma distancia, para avanzar desde la porción bonaerense de la Costa Atlántica hacia las prósperas entrañas de la pampa húmeda.

Ese itinerario de 623 kilómetros de esta ruta -distinguida como “panorámica” por cartógrafos, aventureros de buen paladar y promotores turísticos- anuncia desde los primeros tramos el espectáculo visual de un entorno en constante movimiento, una secuencia siempre cambiante en la que se suceden ciudades, sierras, lagunas, pueblos rurales, referencias históricas, la vasta llanura, hombres de campo montados a caballo y hasta nombres fuertes que dejaron huella en la cultura autóctona.

Si la avenida Luro -el punto de partida que más adelante muta en la ruta 226- deja entrever parte de las elegantes mansiones de la belle epoque desembarcada en Mar del Plata a fines del siglo XIX, en el otro extremo espera el manto de “cielos muy despejados” que observó Manuel Puig, con la mirada de niño sensible, en General Villegas, su pueblo natal.

Aunque la doble vía pareciera concebida para apurar el paso hacia el horizonte desdibujado por curvas y cerros, resulta más conveniente, entonces, desacelerar y diseñar una hoja de ruta con varias escalas imperdibles. De a poco, una vez reprimida la compulsión por llegar a destino cuanto antes, la 226, de la mano de las seductoras imágenes naturales que la decoran, proporciona una saludable sensación de libertad, un esbozo posible de ese inolvidable viaje sobre dos o cuatro ruedas que se instaló alguna vez en la imaginación.

Como mandan los folletos promocionales, la serranía de los Padres -posada por sobre el bosque que rodea Laguna de los Padres- y, más al norte, el cruce entre dos cerros -uno a cada lado de la banquina- por la Puerta del Abra -a la altura la laguna Brava, cerca de Balcarce- inducen a focalizar la atención en los llamativos pliegues de la serranía de Tandilia.

Sin embargo, ninguna referencia visible da cuenta de la existencia del paraje El Dorado unos tres kilómetros más allá del primer puesto de peaje, apenas un mojón polvoriento para cargar combustible y sumergirse en la postal de la pampa gringa de principios del siglo XX, cristalizada en medio de las estanterías de un antiguo boliche de campo, que enfrenta estoicamente el paso del tiempo a un costado de la banquina derecha. Allí detuvo su auto más de una vez Juan Perón para compartir largas charlas con los parroquianos. La época le jugaba a favor al líder justicialista: El Dorado era una fiesta de buenas cosechas y peones rurales satisfechos, que, invariablemente, completaban la jornada con partidas de truco, encendidas entre trago y trago.

Pero no todo cayó en la cuenta del olvido. Por el contrario, las páginas del pasado regional resaltan la figura de Juan Manuel Fangio, el prócer menos discutido en varios kilómetros a la redonda de Balcarce. La fama universal del Chueco alcanza tal dimensión -perfectamente reflejada en los lujosos salones del Museo del Automovilismo-, que el viajero de la ruta 226 suele pasar por alto los encantos del postre Comoantes, que se elabora siguiendo al pie de la letra los dictados la receta original del tradicional postre Balcarce.

Entre los datos históricos imposibles de soslayar que acompañan el recorrido de la ruta 226 aparecen, algo extraviadas, las sierras como el paisaje determinante que decidió a Osvaldo Soriano a encaminar su vida a través de la literatura. Mucho antes de convertirse en un novelista reconocido por el público y la crítica, el autor de “No habrá más penas ni olvido” cambió Mar del Plata por Tandil. La pluma del Gordo se estrenó en un medio local con una crónica sin concesiones sobre la celebración de Semana Santa en el Monte Calvario, lo que le valió las críticas más despiadadas por parte de la Curia y otros poderes. Pero fue el primer paso que Soriano necesitaba para que estimular su vocación de periodista y escritor.

Después del cruce con la ruta 3, una curva pronunciada de la 226 hacia la izquierda demanda máxima precaución. A partir de esa prueba exigente para los conductores, el camino recupera su cómodo diseño de dos carriles. La doble vía de 28 kilómetros hasta Olavarría permite avanzar sin contratiempos rumbo a los atractivos repartidos sobre la geografía irregular de las Sierras Bayas, pero hacia la derecha del camino, antes de ese golpe de escena, se levanta Azul y su orgullosa investidura de “Ciudad Cervantina de la Argentina”.

La escala debería contemplar una visita a la Casa Ronco, donde se atesora una colección de textos del autor del Quijote. Es que aquí, los sitios históricos y culturales ejercen un poderoso magnetismo, mientras la serranía mantiene su intimidante supremacía en los alrededores.

La lejana presencia de Julio Cortázar en los dominios de la 226 aparece borroneada a la altura del kilómetro 397, donde se perfilan los bulevares que cortejan el ingreso a San Carlos de Bolívar. En el cruce de la avenida Brown con la calle Sarmiento se mantiene en pie la fachada colonial del hotel La Vizcaína -legado de la época fundacional, a fines del siglo XIX-, el lugar que eligió para hospedarse el joven docente, antes de convertirse en el prestigioso creador de “Casa tomada” y “Rayuela”.

Las rectas se tornan más y más largas en los 83 kilómetros que separan Bolívar de Pehuajó y la ruta 226 empieza a emerger como el solitario contraste, algo monótono y tedioso, recortado entre las parcelas reverdecidas por los cultivos. Pero -a esta altura ya se sabe sin lugar a titubeos-, ningún paisaje es definitivo en esta aventura sin epílogo a la vista.

Pehuajó se presenta a los ojos del viajero a través del personaje que le prodigó un renombre que trasciende las fronteras bonaerenses y alcanza lejanas latitudes. En el aire parece resonar la canción infantil “Manuelita”, a quien María Elena Walsh imaginó viviendo en Pehuajó, antes de marcharse “a buscar a su tortugo”.

En el acceso a la ciudad se levanta una estatua, que representa el personaje al que dio vida la poeta, escritora, cantautora y dramaturga. A 2 kilómetros de allí, los automovilistas se topan con la figura inmóvil de Bartolito, el novio de Manuelita, según dejó sentado la virtuosa pluma de Walsh.

La vegetación va perdiendo cuerpo y color en los campos de Carlos Tejedor y el panorama parece tornarse sombrío e irreversible. Pero las luces vuelven a encenderse en la parada final, un cuadro decididamente alterado si se lo coteja con el mar inabarcable donde la ruta 226 inicia su trayecto cargado de matices, los valles en desnivel salpicados de lagunas y los cerros recortados al este y el oeste.

La intensa actividad cultural que registra General Villegas reconoce -algo tardíamente- como uno de sus más distinguidos impulsores a Manuel Puig, considerado en su momento poco menos que “el hijo rebelde del pueblo”. “Coco”, como lo conocía desde niño la mayoría de sus vecinos, vivió aquí desde su nacimiento (en 1932) hasta 1948, antes de convertirse en el respetable escritor de las novelas “La traición de Rita Wayworth”, “El beso de la mujer araña”, “Boquitas pintadas” y “Pubis angelical”. Un paseo temático vincula los lugares de Villegas que Puig frecuentó durante su infancia y adolescencia. Así, en un ámbito sencillo y cargado de silencios, bajo un cielo despejado, la ruta 226 termina de tomar distancia de su otro extremo, sobrevolado por la atmósfera aristocrática de esa Mar del Plata señorial que cautivó a Victoria y Silvina Ocampo, Bioy Casares y Borges.

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Author: Twana Towne Ret

Last Updated: 04/03/2023

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